Uno de los desafíos más importantes de la medicina actual tiene que ver con la eficiencia. En estos tiempos de costos crecientes y de dificultad en el financiamiento de los servicios sanitarios, ya no basta con ser efectivos: hay que serlo al menor costo posible. Desgraciadamente, la herramienta usual para determinar la eficiencia -el mercado- falla en medicina y esto se debe, entre otras razones, a un problema de información. Existe una asimetría de información entre proveedor y comprador, o no existe información suficiente para tomar decisiones.
Para superar esta dificultad, desde hace ya varios años se ha desarrollado la farmacoeconomía, una disciplina que relaciona costos con resultados sanitarios y compara entre diversos tratamientos o programas posibles, para determinar la alternativa con el menor cociente de costo/efectividad y, por tanto, la más eficiente. Esta disciplina ha resultado extremadamente útil, ya que uno de los gastos importantes que enfrenta la medicina actual es el de la compra de medicamentos, por parte tanto de las instituciones como de las personas. Pero las determinaciones que se logran con las evaluaciones económicas pueden llegar a ser relativamente inútiles cuando se intenta reemplazar el medicamento que ha sido evaluado por otra forma farmacéutica, ya sea que se trate del cambio de un medicamento innovador por uno genérico, o de un genérico por otro.
Para poder dar cuenta de esta situación resultan útiles los estudios de bioequivalencia que intentan determinar si dos medicamentos que tienen equivalencia química muestran también una equivalencia en su cinética. Específicamente, la bioequivalencia intenta determinar si un medicamento que se piensa usar como reemplazante de otro, alcanza la misma concentración máxima en la sangre de un grupo de voluntarios sanos, en el mismo tiempo máximo y con la misma área bajo la curva de concentración versus tiempo (aquí el término mismo debe entenderse como una diferencia de no más de 20% con respecto al medicamento usado como referencia). Si esa situación se da, se consideran ambos medicamentos bioequivalentes y por tanto intercambiables.
¿Por qué esta situación no puede ser inferida de la equivalencia química? Porque el proceso de manufactura de los fármacos y los excipientes que se usan, así como la materia prima del principio activo, pueden alterar la cinética de los fármacos, y por lo tanto, esta cinética debe ser medida para poder ser comparada. ¿Por qué no se usa para esto el efecto clínico de los medicamentos como criterio de igualdad? Sin duda éste podría ser el criterio definitivo, pero realizar este tipo de comparaciones implica, primero, un ensayo clínico con los problemas y costos que un estudio de esta naturaleza implica y, segundo, habría que realizar la prueba en personas con una determinada patología, lo que implica que se agregan otras variables (las de la enfermedad), que pueden alterar la cinética de un fármaco, dificultando la comparación. Es por esto que, desde hace ya varias décadas, se consideran los estudios de bioequivalencia como el mejor proxy a la comparación clínica, ya que permiten aislar las variables a comparar y pueden ser hechos a precios razonables.
Por lo anteriormente expuesto, aparece como una buena noticia el anuncio hecho por el Gobierno de crear la Agencia Nacional de Medicamentos que tendrá, entre otras funciones, la misión de determinar la bioequivalencia de varios medicamentos que actualmente se comercializan en el país. Esta iniciativa, largamente esperada, aparece como un paso importante en el apoyo a la determinación de la eficiencia, ya que va a permitir conocer de una manera adecuada cuáles medicamentos son intercambiables; y por lo tanto –por medio de la evaluación económica del tipo costo minimización- aquel medicamento que sea de menor costo será considerado el más eficiente. Un paso correcto en términos sanitarios, que también mejorará la información disponible y hará más transparente el mercado farmacéutico.