Hace tiempo vengo pensando sobre estos términos, en su colisión y en su eventual complementación. No es un misterio el que las máquinas hacen cada día más simple la vida del hombre, al menos en cuanto asumen sobre sí las labores que antaño debían ser realizadas por una o muchas personas, desde lavar la ropa hasta construir un auto o un avión.
Sin embargo, otra cosa tampoco es un misterio, y es que la automatización de los procesos productivos llena de emocionadas lágrimas a los prósperos empresarios, quienes ven en sus robóticas maquinitas una fuente de ganancia sin igual, a un costo infinitamente menor que aquél que implica pagar sueldos, vacaciones, bonos familiares y de escolaridad a los sublevados trabajadores, que piden y piden más y más beneficios a costa de rebajar sus utilidades y sus nuevas casas en la playa.
Claro, el lector que no me conozca pensará: “este tío es un stalinista consumado!” (me siento algo español hoy día), y la verdad es que no es cierto. La redacción del párrafo anterior solamente obedece a un afán de disfrazarme de otro para decir algo que realmente pienso sobre la mayoría de nuestra clase empresarial.
En fin; ocurre entonces que soy testigo de la aniquilación del trabajo a costa de la simplificación de la vida y la disminución de costos. Y entonces viene el dilema: ¿y qué es el trabajo?.
Este es, sin duda, un problema de notables consecuencias a la hora de orientar el desarrollo de una sociedad. Si entendemos que el trabajo es un elemento más en la cadena productiva, pues bien: es prescindible en la medida que haya un medio más eficiente y menos gravoso para obtener el producto final. Pero, si entendemos que el trabajo es un bien y una necesidad social, ocurre que no es tan simple tomar la decisión de dejar cesantes a 500 temporeras ante la tentación jugosa del robot “Temporero 2005” (nombre de fantasía), que hace lo que 500 mujeres en 500 veces menos tiempo.
Qué hacemos??