Filantropía
Veía su rostro enjuto y mortecino todos los días. No sé si me molestaba más lo disarmónico del conjunto – me recordaba una habitación revuelta o un remolino de hojas levantado por el viento, como si en su cara hubiese naufragado para quedarse una pena muy grande-, que se traducía en una mirada desalineada y una mueca espantosa que izaba de un lado la boca hasta hallarse cercana al ojo más alto o todo el sufrimiento que sus torpes pies cargaban y que se abría camino a través de la grotesca faz.
Sólo sé una cosa: esa horrible cara me desagradaba y, para cambiarla, debía empezar por lo que la alimentaba. Me propuse terminar con el sufrimiento de ese hombre.
Empecé por hablarle. Debía sentirse muy solo porque al poco rato fui yo quien oía. Habló mucho, casi estoy seguro de que fueron horas. Pero no sufría de soledad. Había, pues, que seguir buscando.
Lo invité a mi casa, lo bañé y le di de cenar. Comía- el alimento era proclive a huir por el lado inclinado de su boca- con gran animosidad, tanto, que juraría haberlo visto contraer con gran esfuerzo los músculos faciales, intentando quizá sonreír –yo intuía que debía haber algo que yo no sabía y que lo alegraba-. Pero la cara deforme no pasaba.
Ya al final de la velada, se puso de pie bruscamente, cogió uno de los cuchillos que había en la mesa – temí por un instante haber llevado a mi casa a un psicópata- y mientras me lo entregaba dijo: usted ha sido muy bueno conmigo. Por lo que más quiera, hágame este último favor.
Y entonces lo comprendí todo; con cada apuñalada, la mueca se desdibujaba más y más hasta desaparecer por completo. Cuando acabé, me metí en la cama y me dormí tranquilo: había salvado a un hombre.
Espero que les guste…
