Subo nuevamente el post, con algunas modificaciones, luego de abandonar la conversación hace tres años. Algunos de los comentarios de entonces me sirvieron para replantear la crítica, pues, como bien dijo Nati_v_2, me dejé llevar por las pataletas del momento.
Sin embargo, y en vista de lo que me ha tocado vivir y ver en otros que también siguieron esta carrera, creo conveniente retomar el tema porque me parece de suma gravedad. A continuación, el texto para iniciar el debate:
Soy egresado de Traducción en Idiomas. Terminé mis estudios de casi 5 años con buen promedio general, incluyendo la Licenciatura. Debo decir que, académicamente hablando, tuve muy buenos profesores y me enamoré de la carrera… hasta que salí de la universidad.
Mucho se habla en este país (y en el resto del mundo) del “emprendimiento”. Que te invitan a ser “tu propio jefe”, tener “tus propios horarios” y “una vida más dedicada a ti y a los tuyos”, sin depender de nada ni nadie que te coarte la inspiración de hacer bien la pega que “siempre soñaste”. Sin embargo, también debo denunciar una muy mala práctica que se da en todos los trabajos y carreras profesionales (unos más, unos menos) y que, terroríficamente, la mayoría de la gente acepta sin más, escudándose con la absurda y patética contestación de “es que las cosas están así”.
Hablo, en primer lugar, de la plaga del “apitutamiento”.
Si tuviera que explicarle mi situación a alguien con un cerebro desprovisto de prejuicios clasistas (vaya que son pocos), diría que, a pesar de mi buen estatus académico, terminé la carrera con una deuda que supera los 9 millones, pues tuve que postular al Fondo Solidario. Por todos los medios imaginables intenté abrirme paso en muchísimos rubros con tal de encontrar trabajo estable, sin resultado alguno. En realidad no sé qué tienen ellos que yo no tenga (de valor personal, digo), pero de los cerca de 20 egresados de mi promoción (año 2008), sólo el 16% encontró trabajo estable y acorde únicamente por pertenecer a familias ABC1; el resto (casi 83%) estamos sobreviviendo con cualquier cosa. Es más: de ese 16%, hay quienes están (o estuvieron en su momento) haciendo clases en institutos de idiomas sin tener título de pedagogía.
Con tal de taparle la boca a algún ave de rapiña utilitarista que me acuse de “flojo”, y tema aparte de la deuda que ya tengo, ¿debo volver a amarrarme con un crédito si quisiera montar mi propia oficina para elaborar traducciones, y encima, sabiendo que muy probablemente no pueda pagar la deuda a tiempo por no tener flujo de trabajo garantizado? ¿Cuántos imbéciles pensarán en su maldito orgullo “por qué no te buscas un trabajo parcial y te financias tu proyecto”, si la cesantía en Chile está tan alta y no se contratan personas con impermanencia laboral por rebasarles la frustración de no trabajar en lo que estudiaron, o por estar “sobrecalificados”?
En segundo lugar, déjenme recordar que, si bien la traducción es una bella actividad, hay un factor gravísimo que enloda su prestigio, y ése es la proliferación de otra plaga: las personas que se las dan de “profesionales” elaborando versiones de cancioneros (ni digamos poemarios) que, a mi entender, merecen el ridículo general por demostrar una supina ignorancia en términos lingüísticos. Y aquí entra en juego el ya prostituido “traductor de Google” u otros de tipo automático. Se suele pensar (especialmente para los no-traductores) que “con un buen diccionario y buena conexión a internet se puede traducir cualquier cosa”. ¿Qué ha hecho el Colegio de Traductores de Chile para denunciar y combatir ese prejuicio para elevar la reputación de este trabajo? André Lefevere (1988) planteaba que la traducción está siendo constreñida por intereses particulares para evitar que la difusión intercultural llegue a más gente, en razón de que eso pondría en peligro a los poderes fácticos por estimular el pensamiento crítico. ¿Acaso debo pensar que ésa es la razón de fondo para no alegar? ¿Así quieren que uno no piense que “la cultura y la educación son monopolios”?
En tercer lugar, la especialización de profesionales en otras áreas y su dominio de varios idiomas hace muchas veces innecesaria la intervención de traductores. No me extraña, en ese sentido, que haya tanto conflicto de comunicación autor-traductor, pues las conductas petulantes, subyugadoras y mala clase tipo “Ortega y Gasset” aún hoy son muy frecuentes, y tampoco existe claridad de posiciones éticas de ambas posturas, lo cual indudablemente atenta contra la sana competencia y el prestigio de la labor traductiva. Cabe señalar también que, puesto que los idiomas son considerados únicamente como “formación complementaria” a otras disciplinas, con mayor razón se puede comprobar que Traducción/Interpretación existe únicamente por razones de lucro innecesario e injustificado.
En resumen, y para los que hemos sido criados con ciertos valores, pienso que, si hablamos de “educar con ética” a las generaciones futuras, quienes tienen esa responsabilidad deben predicar con el ejemplo y no hacerse cómplices de nepotismos o prácticas similares. A todo esto, una vez terminada mi malla curricular y al momento de buscar material para la práctica, nadie fue capaz de ofrecerme trabajo digno ni las condiciones, y en todos los casos sólo me plantearon traducir “folletos” o “informes” de escasas páginas, a modo de secretariado.
¿Saben quién me tuvo que dar pega? Uno de mis profesores.
Para mí, ese es un síntoma empírico de que la traducción no está siendo valorada, y de paso, uno de los tantos estímulos para el “apitutamiento” que tanto daño hace a los que, con mérito académico PROPIO (chúpate esa si estás calentando sillas sin tenerlo) buscamos trabajo estable, sin convertirnos en parásitos de gente con más “influencia” y justificando el mercadeo de la ética profesional. De todos los males que están aquejando a este país, éste es sin duda uno de los que más me choca, puesto que no es lo mismo ayudar a una persona para POSTULAR a un trabajo, que “conseguírselo” con estratagemas de baja estofa y saltándose los protocolos establecidos.
La verdadera GENTE MEDIOCRE es aquella que se deja comprar por el sistema, fomentando la envidia y las apariencias con tal de tener más en algún sentido, convirtiéndose en maquiavélicos pordioseros de conciencia que no cuestionan nada. De hecho, ¿qué se puede esperar de alguien que se traiciona a sí mismo (a) sólo para agradar al resto? Me asquea el apitutamiento en todas sus formas, y no necesariamente porque yo pertenezca a un estrato más bajo o por envidia, sino porque mi meta es ser consecuente con los valores que elegí y aplicarlos en todas las áreas de la vida. Me di cuenta que en realidad no vale la pena defender un cartón para ser parte del cinismo social más propio de salvajes de cuello y corbata que de “personas civilizadas”.
Habrán quienes, autojustificando sus canalladas o por simple extrañeza, se preguntarán por qué no me identifico con mi nombre verdadero. Primero, porque no hay igualdad de fuerzas para entablar una demanda judicial, si así lo quisiera (por ahora, ciertos masones servidores de sus bajos instintos pueden cantar victoria). Y segundo, porque ni yo ni quienes estamos siendo afectados debiéramos ser “caballitos de batalla” para arreglar cagazos ajenos. Que respondan los mismos que, en su colusión, contribuyen a la desigualdad de oportunidades para mantener sus intereses particulares.
Todo en la vida se devuelve. Y hay quienes van a pagar muy, muy caro. A ver si los va a proteger la magia fálica del Campanil cuando mueran.
“La competencia con otros, para el fin que sea, es más recomendable para los animales de la selva que para los humanos. Aquéllos actúan por impulso, no por conciencia. Hasta donde se sabe, ya bajamos de los árboles hace millones de años. Si hay quienes compiten contra otros por no saber saciarse, no implica que sea un requisito obligatorio para que todos los demás lo hagan. La competitividad externalizada saca a relucir lo más oscuro de la condición humana, rebajándola a la categoría de salvajismo hipócrita”.